Cat food
Confesiones de un chico que le quitaba la comida a su gato
Todo comenzó porque me dejaron solo en casa una noche verano. Estaba viendo una vieja película de terror cuya trama era absurda y sin darme cuenta había dejado pasar la hora de darle la comida al gato que, sentado encima del enorme refrigerador blanco, parecía no haberse percatado tampoco de que su plato estaba vacío.
No le hecho la culpa a las circunstancias, sería tonto hacerlo, y además no me parece en lo absoluto algo malo. Sé de gente que también come las galletas de sus perros para saber si están buenas. Le dan una probada, sólo comen un poco, pero para tal caso me parece lo mismo; no creo que comer comida de mascotas sea algo degenerado.
Debo confesar que me he vuelto poco sociable luego de comer comida para gatos por primera vez. El aliento de mi boca parece haberse tornado algo fétido. A pesar de eso, si tuviera la oportunidad de volver en el tiempo a aquella noche de verano, estaría dispuesto a probar aquellas galletas en forma de pequeños peces otra vez. En retrospectiva, me parece que desde hacía ya bastante tiempo el olor de la comida para gatos me había causado una buena impresión.
Dicen que la áspera lengua de los gatos alberga un millón de papilas gustativas más que los humanos. Además, son los únicos animales capaces de alimentarse durante toda su vida con un mismo sabor de comida. Según mi punto de vista, en materia culinaria, ellos son quienes nos deben indicar qué potaje comer.
Siempre tuve un gusto parecido al de los gatos. Me gustan las sardinas, el atún, el hígado; tomo leche por montones; duermo de día y salgo de noche. Desde que empecé a comer comida para gatos, me lamo más; me he dejado los bigotes; mi actividad favorita sigue siendo quedarme en la casa y no hacer nada.
Esa noche le di de comer a mi gato. Les serví las galletas en un plato, en la cocina. Mi gato saltó de la refrigeradora a la mesa y se puso a comer en la posición de la gran esfinge. Yo abrí la puerta de la cocina y me puse a contemplar la calle, que se encuentra a pocos metros en dirección adyacente. Aquella noche tenía un aspecto extraño, como si hubiera fumado algo ilegal; cuando la película de terror volvió a comenzar, me senté en la mesa y me puse a prestar atención a las ganas con que mi gato acababa aquellas galletas. Debían ser muy ricas. Me puse a contemplar la foto que aparecía en la bolsa. No pasó mucho rato para que sintiera una enorme curiosidad por probar una.
No lo pensé mucho, nada más busqué una galleta con los dedos en el pequeño orificio de la bolsa y me llevé una a la boca. Tenía un sabor salado, era una mezcla de pollo con atún y bastantes condimentos. Aquello no debería ser muy nutritivo para los gatos, en realidad, pero tenía un buen sabor, con una textura muy propensa a ser arenosa, sin embargo era dura y necesitaba morderse bastante.
Me puse a ver la televisión -un tipo asesinaba a otro con una sierra eléctrica-, abrí un poco más el orificio de la bolsa y cogí un buen puñado de galletas para gatos. Me las metí a la boca. Por un momento me sentí extasiado. No solo tenía sabor a pollo y atún, una gama de sabores hasta entonces desconocidos para mí explotó en mi boca. El hecho de que fueran galletas tan chiquitas hacía que los matices se prolongaran como si se tratara de un lento orgasmo.
Es cierto también que aquella noche no había nada más qué comer en la cocina, que mi gato me miró largo rato ofuscado una vez que me vio acabar con toda su bolsa de Friskies. También es verdad que aquel hábito hizo de mí una especie de drogadicto. Mi cuerpo se convirtió en un esclavo de mi boca. Durante mucho tiempo compré bolsas de galletas para gatos y las llevé a la universidad escondidas en un recipiente. Una vez en mi casa, un lomo saltado servido en la mesa se me hizo insaboro.
También probé cosas más fuertes, como los trozos de carne que vienen en pequeñas bolsas con un líquido viscoso -es cierto que las de pavo son deliciosas y que las demás saben a mierda-, los famosos patés de varios sabores, la comida más fuerte que he probado en mi vida. El olor de estos potajes hizo que pasara varias semanas recluido en mi casa sin ver a nadie. La afición por la comida de gatos hizo de mí su célibe esclavo.
En mi casa desperté el misterio de quién se acababa la comida del gato. El único sospechoso, a saber, era el gato. Durante mucho tiempo mi familia estuvo fascinada por la habilidad con que el gato abría la puerta de la refrigeradora, sacaba la comida para gatos, se la terminaba, volvía a cerrar el recipiente y lo dejaba tal como estaba. Aquella habilidad, sin embargo, quedaba grande en el pequeño gato así que la culpa pasó al terreno de la servidumbre. Muchas cabezas rodaron por mi culpa.
Hasta que un día me encontraron con la boca llena de paté para gato. Cada vez que comía esto me quedaba privado media hora, víctima de las alucinaciones producidas por aquel sabor, que al parecer despertaba mis sentidos y abría las puertas de mi percepción a otros mundos. Por tal motivo me quedé sentado en la cocina, mirando la televisión. Cuando llegó mi familia todavía estaba la lata de paté abierta y mi gato terminaba lo poco que había dejado.
Así me convertí en un ex consumidor de Friskies, Whiskas y Cat Chow. Por mi particular modo de alimentarme he tenido que consumir desde pastillas para el ánimo hasta grandes dosis de tranquilizantes. En mi casa esconden la comida de mi gato con llave y el dinero que me dan lo registran en una pequeña libreta de apuntes. Desde entonces todo parece haber perdido gracia y siempre ando medio sedado. Pienso en la canción del grupo progresivo King Crimson. Not even fit for a horse!
Pedro Casusol Tapia
Confesiones de un chico que le quitaba la comida a su gato
Todo comenzó porque me dejaron solo en casa una noche verano. Estaba viendo una vieja película de terror cuya trama era absurda y sin darme cuenta había dejado pasar la hora de darle la comida al gato que, sentado encima del enorme refrigerador blanco, parecía no haberse percatado tampoco de que su plato estaba vacío.
No le hecho la culpa a las circunstancias, sería tonto hacerlo, y además no me parece en lo absoluto algo malo. Sé de gente que también come las galletas de sus perros para saber si están buenas. Le dan una probada, sólo comen un poco, pero para tal caso me parece lo mismo; no creo que comer comida de mascotas sea algo degenerado.
Debo confesar que me he vuelto poco sociable luego de comer comida para gatos por primera vez. El aliento de mi boca parece haberse tornado algo fétido. A pesar de eso, si tuviera la oportunidad de volver en el tiempo a aquella noche de verano, estaría dispuesto a probar aquellas galletas en forma de pequeños peces otra vez. En retrospectiva, me parece que desde hacía ya bastante tiempo el olor de la comida para gatos me había causado una buena impresión.
Dicen que la áspera lengua de los gatos alberga un millón de papilas gustativas más que los humanos. Además, son los únicos animales capaces de alimentarse durante toda su vida con un mismo sabor de comida. Según mi punto de vista, en materia culinaria, ellos son quienes nos deben indicar qué potaje comer.
Siempre tuve un gusto parecido al de los gatos. Me gustan las sardinas, el atún, el hígado; tomo leche por montones; duermo de día y salgo de noche. Desde que empecé a comer comida para gatos, me lamo más; me he dejado los bigotes; mi actividad favorita sigue siendo quedarme en la casa y no hacer nada.
Esa noche le di de comer a mi gato. Les serví las galletas en un plato, en la cocina. Mi gato saltó de la refrigeradora a la mesa y se puso a comer en la posición de la gran esfinge. Yo abrí la puerta de la cocina y me puse a contemplar la calle, que se encuentra a pocos metros en dirección adyacente. Aquella noche tenía un aspecto extraño, como si hubiera fumado algo ilegal; cuando la película de terror volvió a comenzar, me senté en la mesa y me puse a prestar atención a las ganas con que mi gato acababa aquellas galletas. Debían ser muy ricas. Me puse a contemplar la foto que aparecía en la bolsa. No pasó mucho rato para que sintiera una enorme curiosidad por probar una.
No lo pensé mucho, nada más busqué una galleta con los dedos en el pequeño orificio de la bolsa y me llevé una a la boca. Tenía un sabor salado, era una mezcla de pollo con atún y bastantes condimentos. Aquello no debería ser muy nutritivo para los gatos, en realidad, pero tenía un buen sabor, con una textura muy propensa a ser arenosa, sin embargo era dura y necesitaba morderse bastante.
Me puse a ver la televisión -un tipo asesinaba a otro con una sierra eléctrica-, abrí un poco más el orificio de la bolsa y cogí un buen puñado de galletas para gatos. Me las metí a la boca. Por un momento me sentí extasiado. No solo tenía sabor a pollo y atún, una gama de sabores hasta entonces desconocidos para mí explotó en mi boca. El hecho de que fueran galletas tan chiquitas hacía que los matices se prolongaran como si se tratara de un lento orgasmo.
Es cierto también que aquella noche no había nada más qué comer en la cocina, que mi gato me miró largo rato ofuscado una vez que me vio acabar con toda su bolsa de Friskies. También es verdad que aquel hábito hizo de mí una especie de drogadicto. Mi cuerpo se convirtió en un esclavo de mi boca. Durante mucho tiempo compré bolsas de galletas para gatos y las llevé a la universidad escondidas en un recipiente. Una vez en mi casa, un lomo saltado servido en la mesa se me hizo insaboro.
También probé cosas más fuertes, como los trozos de carne que vienen en pequeñas bolsas con un líquido viscoso -es cierto que las de pavo son deliciosas y que las demás saben a mierda-, los famosos patés de varios sabores, la comida más fuerte que he probado en mi vida. El olor de estos potajes hizo que pasara varias semanas recluido en mi casa sin ver a nadie. La afición por la comida de gatos hizo de mí su célibe esclavo.
En mi casa desperté el misterio de quién se acababa la comida del gato. El único sospechoso, a saber, era el gato. Durante mucho tiempo mi familia estuvo fascinada por la habilidad con que el gato abría la puerta de la refrigeradora, sacaba la comida para gatos, se la terminaba, volvía a cerrar el recipiente y lo dejaba tal como estaba. Aquella habilidad, sin embargo, quedaba grande en el pequeño gato así que la culpa pasó al terreno de la servidumbre. Muchas cabezas rodaron por mi culpa.
Hasta que un día me encontraron con la boca llena de paté para gato. Cada vez que comía esto me quedaba privado media hora, víctima de las alucinaciones producidas por aquel sabor, que al parecer despertaba mis sentidos y abría las puertas de mi percepción a otros mundos. Por tal motivo me quedé sentado en la cocina, mirando la televisión. Cuando llegó mi familia todavía estaba la lata de paté abierta y mi gato terminaba lo poco que había dejado.
Así me convertí en un ex consumidor de Friskies, Whiskas y Cat Chow. Por mi particular modo de alimentarme he tenido que consumir desde pastillas para el ánimo hasta grandes dosis de tranquilizantes. En mi casa esconden la comida de mi gato con llave y el dinero que me dan lo registran en una pequeña libreta de apuntes. Desde entonces todo parece haber perdido gracia y siempre ando medio sedado. Pienso en la canción del grupo progresivo King Crimson. Not even fit for a horse!
Pedro Casusol Tapia
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